miércoles, 27 de noviembre de 2013

Artículos - Lluvia, recuerdos, vacaciones y Bogotá: una combinación peligrosa.

Artículos

Lluvia, recuerdos, vacaciones y Bogotá:
una combinación peligrosa.

Por: Dominique Salazar l
Periodismo y Literatura.
Docente: Alejandro Hernández.
Crónica.


Fotografía de: © NATHALY CASTELLANOS nalycas@hotmail.com. Género:PAISAJE.
Programa Técnico Profesional en Fotografía. 2011-I
Llovía. No era extraño. Hablamos de Semana Santa en Bogotá. La lluvia es constante, pareja e intensa. Debía apresurarme porque no me gusta llegar tarde; no me gusta que me esperen. Es una tarea difícil, he de confesar, el tráfico de Bogotá no colabora con mi puntualidad.
Hacia las 12 y media tome el alimentador que habría de llevarme al portal de transmilenio de Suba. Estaba lleno. Siendo Miércoles Santo uno se esperaría ser la única que no viajó y por eso terminaría paseando de extremo a extremo, sentada en una silla roja. Y solo por encontrarme con un viejo amigo que vive en Mosquera. Pero nada resulta según lo planeado. Me subí al H15 rumbo a Escuela Militar. Me senté cerca al conductor, al lado de la ventana. Saqué los audífonos de mi mochila, los conecté al celular y encendí la música. Justo la canción que estaba programada era la que me había dedicado el ‘innombrable’, así que la cambié por una más tranquila y terminé odiando esa parte de mí que se conectó mágicamente con mi pasado y me recordó los hechos de los últimos días.
Había terminado con él, el Lunes Santo, el día de su cumpleaños. Como ya les dije, es ‘innombrable’. No esperen ni un apellido de mi parte. Fue incómodo, como todos los finales. Frío, como todos los adioses. Definitivamente elegí el momento, lugar y medio equivocados. Nunca había utilizado una red social para tales fines, pero siendo su forma favorita de comunicación, no me dio alternativa. Por esa parte fue un alivio. No hubiera soportado ver la incredulidad de su mirada verde, enmarcada por sus inseparables gafas de culo de botella. Coloqué el punto final a una de las relaciones más dañinas que he tenido en toda mi vida. Era necesario. En este instante no necesitaba dejar puntos suspensivos en mi vida, ya que se prolongaría de forma cruel y la perjudicada iba a ser yo. Como siempre. Como raro.
Con los ojos abiertos iba englobada. Reaccioné en Polo. ¡Mierda!. Me pasé una estación. Y ya iba tarde. En la siguiente parada me bajé y tomé un Ruta Fácil con destino Calle 80. El viaje se me hizo eterno. No debí ser impaciente y tomar el primero que pasara, pero ya qué. Son esas pequeñas decisiones las que marcan la vida, el destino y lo que piensen de mí, según cuán tarde llegue a mi cita. Si confiaba en mis habilidades matemáticas, estaría en Mosquera hacia las 3 de la tarde. Una hora y media de retraso. Ya no importaba.
Recordaba que la relación empeoraba conforme pasaban las semanas. Solía presumir de mi elevada tolerancia hasta que lo conocí. No era justo que me tratara tan pordioseramente. Ilógico: se necesitaron muchas gotas para colmar el vaso. Pero cuando pasó, mi corazón tembló. No por amor sino por reflejo. Creí un futuro con el ‘innombrable’ y para él fue como si nada. No le importó. Normal. Fue en ese momento cuando recordé, que en un estudio realizado por la Universidad de Columbia, los hombres solo se acuerdan de aquellas que los hicieron sufrir. En promedio, tres mujeres, tres relaciones y tres historias por vida.
La flota iba con puestos. Gracias a Dios. No sabía cuánto me iba a demorar en llegar a ‘Moscú’, como cariñosamente llama a Mosquera, mi amigo. Pero, un momento. No les he presentado a mi compañero de aventuras. Aún no saben quién es él. Su nombre es Santiago, estudia antropología, tiene 19 años (aunque parezca de más). Es lo más cercano que tengo  a un buen amigo; de ésos que son bipolares y no te hablan cuando los necesitas y sí lo hacen cuando estás ocupadísima chateando. De ésos que te consienten hasta el cansancio y hasta pareciera que le gustaras. Y de ésos sinvergüenzas que siempre quieren saber todo de ti aunque tu desconozcas todo de ellos.
Si, estaba en problemas. Como buen hombre que es, no le gusta la impuntualidad. Tenía cara de acontecimiento cuando me bajé del bus, una hora después. Se me cayó la cara de la vergüenza y no supe en donde se quedó.
Como fuimos a comer un helado, recordé aquella primera cita con el ‘innombrable’. Acababa de comenzar a trabajar. Era su primer empleo, su primera experiencia y relación con el mundo laboral, del que, siendo sincera, tengo miedo. Me invitó a comer, todo un milagro. Los crepes estaban deliciosos, el té helado refrescante, el postre en su punto dulce y ácido.  Justo igual que mi canastica de brownie y frutos cítricos que pedí con mi amigo Santiago. Hablamos por más de seis horas ininterrumpidas. Del amor, del odio, de los poetas muertos, de la primavera. Del clima y de arreglar el mundo desde un pequeño café ambientado en los años sesentas.
De regreso a Bogotá, un señor traía un gato siamés. Me contó que se lo iba a regalar a los hijos de la novia para lo quisieran más. Si yo fuera esos niños, no lo pensaría dos veces. Una ternura y media era ‘Simón’. En menos de una hora ya se había dormido sobre mis piernas y ronroneaba dulcemente. Creí que no se iba a despertar jamás. Pero solito se escondió en su cajita y nos pudimos bajar del bus.
Llegué hacia las 8 de la noche. Cansada, muerta de hambre y con frío. Con la satisfacción de haber salido, despejado la mente y hablado con Santiago. Volví a mi mundo. Dormí profundamente, por primera vez desde hacía dos días. Incluso no tuve la desgracia de soñar; tiendo a confundir el rostro del ‘innombrable’ entre mis sombras.
Desperté tres días después. El sábado santo. No es broma. Pero saltémonos esos monótonos días, no hay gracia que se pueda contar ni recuerdo que necesite inmortalizar.
El ritmo incesante del teléfono del vecino. El ruido estridente de un teléfono. ¡Mierda!. Es mi teléfono. Abro un ojo: veo el techo claramente. ¡Mierda! Ya es tarde. Deben ser las 11 de la mañana. El teléfono pareciera que se desespera y, como si quisiera llamar mi atención, insiste el doble. Me levanto. No encuentro las chanclas. Si, chanclas. No son bonitas ni de marca, simples chanclas.
Descolgué el teléfono. Mi prima Catalina lloraba al otro lado de la línea. La intenté calmar, pero nada de lo que me decía tenía sentido. Me acuerdo que le dije que viniera a mi casa. No pensé que se lo tomara tan a pecho, y llegó a las dos horas con pijama y ropa de cambio. Había decidido pasar la noche conmigo. El motivo: terminó con su novio.  
Salimos, comimos donas, recorrimos el centro comercial. Lloramos y reímos juntas. Odiamos a los que nos hicieron sufrir, recordamos los que dejaron huella antes de aquéllos y amamos a los que van a llegar. Porque siempre llega alguien. Cualquier momento merece ser guardado en el corazón y que mejor que suspirando amor.    
Llegamos al acuerdo de asistir a la Ceremonia del Agua y de la Luz, rito católico que desde la Edad Media se viene realizando cada víspera de la pascua de Jesucristo. Pero me aguó el momento. No hacía más que quejarse de su ex novio, del frío, de la cantidad de gente, de que no había sillas disponibles, de los perros que ladraban. Mi paciencia subió tan rápido como la espuma. Nos devolvimos para la casa.
Seguimos hablando de lo desgraciado que fue con ella. De sus sentimientos, de sus sueños, de sus miedos. Ni por error de mi ‘innombrable’. Solo existía ella. Y sí, sigue siendo mío, aunque no lo crean. ¿Que cómo lo sé? Intuición femenina.
Y por último, llego mi día favorito: el domingo. Me encontré con unos amigos para ir a ciclovía hacia las 10 de la madrugada. Odio levantarme temprano los únicos días que puedo dormir hasta tarde. Pero un compromiso con mi salud vale más que todo. Apunté mis patines, mi casco, mis protecciones y lo recordé. Maldita sea, por qué tengo que pensarlo todo el día. Sí, soy patética, ni lo digan. En mi defensa, iba todos los domingos a patinar con él. Era divertido, excepto cuando me caía. Culpa de él, nunca mía. Como me conocen, lo saben. Evado responsabilidades.
Regresé a la realidad. Mi patín derecho se aflojó. Llevaba velocidad, la necesaria como para no poder frenar. Perdía el control. ¡Oh, no! Una calle en bajada. Iba a morir. Bueno, no tanto, pero casi. Las llantas se estaban desatornillando por la fricción del pavimento. ‘Soy demasiado joven para morir tan pronto’, pensé. En medio de mi shock, observé que mis amigos gritaban incoherencias. No, debían ser palabras. Aunque para mi cerebro eran inentendibles, mi sentido común me decía que me agachara. Así iba a perder velocidad y podía frenar. Seguía sin el control del patín derecho. ¡Diablos! Un semáforo en amarillo. Tenía que encontrar la forma. Un patín no me vencería. Demasiado tarde, el suelo fue el mejor freno. Dolor. Intenso, paralizante, profundo. Al caer, rompí mi chaqueta favorita.  Mis amigos me ayudaron a levantar. Se rieron un rato, luego se preocuparon. Los tranquilicé, me encontraba bien; y como buenos adolescentes, volvieron a reír.
Seguimos. Una buena terapia después de una caída es no dejar que tus músculos se enfríen. Un truquito que aprendí de tanto vivir en el suelo. Creo que ha sido mi novio más duradero.
Llegué a mi casa a las 5 de la tarde. Adolorida, triunfante, valiente y deprimida. Otra vez se acercaba el lunes. Maldito lunes. Ahora les guardo rencor. Sé que no tienen la culpa, pero el ‘innombrable’, más que una huella, me dejó el odio infinito hacia ésos días. Lo superaré, estaré bien y en unos años me reiré cuando lea esta crónica. Por fortuna, nada es para siempre y con esta experiencia lo comprobaré. 
Por si me lees, tú sabes qué hiciste. No te mereces ni letras ni frases. Sin embargo estás aquí: protagonizando una obra que no elegiste, siendo el villano en una historia que no recuerdas y abriéndote paso por los caminos de mi alma. Lástima. Desaprovechaste la oportunidad de tu vida. Recuérdame, si al leer esto suspiras entre líneas.
Nota mental: No pensar demasiado. Elevarme es fácil, el problema es que me quiera quedar por allá.
Nota adhesiva en la nevera: No hacer notas mentales.

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