viernes, 25 de julio de 2014

Especiales Opinión Pública: entre el balcón burgués, la urna virtual y las redes sociales

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Opinión Pública: entre el balcón  burgués, la urna virtual y las redes sociales

Por: Armando Ramírez M.
Docente Facultad de Comunicación, Información y Lenguaje
No resulta fácil definir hoy qué es este fenómeno que conocemos como Opinión Pública y menos en época de redes. Bourdieu, (1973) quizás más lacónico, pero expresivo, dijo que en tiempos de deliberación mediática ella no existía. Castell (2009)  más intrincado por los vericuetos de la cognición la refirió al control de la mente, por parte de quienes tienen el poder para programar las redes. Por su lado, una de las mayores autoridades en teoría de la opinión Pública, Jürgen Habermas, (1981) y principal admirador en sus modos normativos  la circunscribió no solo a la operatividad política, sino a la obligación ética de que con ella se buscara el bien común.
Como quiera que sea, ninguno de los tres autores de referencia aquí, le daría su voto de confianza a lo que hoy los medios de comunicación en Colombia, con tan amañada insistencia, quieren convencernos. De que la opinión Pública es una operatividad mecánica  gestionada, que muestra tendencias y previsiones electorales condensadas en cifras, porque tienen la validez de la “Urna virtual Caracol” o “La gran encuesta RCN”  o la llamada “Colombia opina” de la “Gran alianza de medios, como El Tiempo y la doble W.

Imagen tomada de radiomacondo.fm

Ahora bien, que sea difícil comprender la Opinión Pública como formulación teórica, no quiere decir que realmente no exista. No estoy con ello  descreyendo de Bourdieu, !ni más faltaba! Él desconfiaba del habitus y del rictus como actos institucionalizados que el poder amontona en cifras, y en ello le asiste toda razón. Me refiero a que la Opinión Pública sí existe en la medida en que casi  todos los políticos de todas las orientaciones (si es que hay muchas) se interesan por saber cómo los ubican los ciudadanos en tendencias electorales. Quieren saber qué piensan las mayorías de ellos, que son la minoría. Dichas tendencias son ofrecidas por los medios de comunicación, que antes que informar, son empresas de lucro. Por lo tanto si invierten grandes presupuestos en tales mediciones, es porque saben que ofrecidas como datos comunicables, el público cree expresarse, asumir y sentirse representado en la opinión general, en tanto ellas obtienen rating y aparente credibilidad.

Imagen tomada de pachosantos.com

Esto tampoco es nuevo. Desde los albores del Renacimiento Maquiavelo ya hablaba de la importancia que para el Príncipe tenía la reputación. Al  mismo tiempo  los medios aparecían en la escena social, a través de la imprenta, como unos mecanismos culturales más al servicio del comercio que de la deliberación. La imprenta, y con ella la Opinión Pública de una burguesía naciente se aprestaba a desacralizar  más de diez siglos de cristalización dogmática. Por ello, el  Príncipe, antes que interesarse en la controversia, se interesó en la fabricación de su reputación. “Hazte amar o hazte odiar, pero en todo caso, hazte necesitar” (1999, p, 71), le aconsejaba el florentino a los poderosos. Así que como vemos, Maquiavelo, que tenía la idea, pero no el concepto, hablaba de fama y no de Opinión Pública.
Podríamos decir hoy que el aforismo de Maquiavelo se ajusta a esa  necesidad del poder, tan actual en nuestros políticos: de que sobre ellos se hable bien.  En Colombia, por ejemplo Gaviria se preocupó siempre de cuidar su reputación de hombre pragmático, abierto al futuro, aunque ese futuro, nos dejara en un lodazal de pobreza con su apertura económica. Samper, en medio de la crisis del proceso ocho mil se ocupó de que le creyéramos que el elefante del narcotráfico había entrado a sus espaldas. Ni que decir de Pastrana, hombre jovial que entre conciertos de Rock, la alfombra roja de Washington y su soledad abandonada al lado de la silla de Tirofijo en el Caguán intentó convencernos de que él era un hombre de paz. No hablo de Uribe, porque como lo tituló Cecilia Orozco en su columna de El Espectador del 17 de junio de este año, las “reacciones de un sociópata” resultan muy aburridas en un país de locos, pero  ese “segundo gran libertador” como su traidor Santos, lo llamara se ha ocupado de demostrar, atravesando ríos, medio empelota y con un megáfono al hombro que “yo nunca le he mentido al país” que él sí  sabe montar yeguas de paso fino, mientras toma una taza de café sin derramar una sola gota, aunque el país fluya por los ríos de sangre del paramilitarismo y su eufemístico nombre de las Bacrim.


Imagen tomada de Twicsy

Hay un tramo de la historia y la cultura en el que la Opinión Pública, desde la misma teoría política, se diluye en la comunicación política y de ahí salta al personalismo, como lo describe José Luis Dader (1992, p. 351 – 367). Así pues,  podemos dejar de lado entonces, los datos, las cifras y hasta la normatividad teórica para centrarnos  en los modos cómo el poder ha construido percepciones de mundo que calan en las estructuras de lo psicosocial. En ellas, los ciudadanos creen que se manifiestan y son representados. Esta mirada, la de lo sociológico de la calle, de lo abierto, de lo espontáneo nos permitiría entonces ir incluso más allá del marco burgués ilustrado de dónde parte Jürgen Habermas para pasarnos al ámbito del carisma. Perspectiva muy interesante, cuyo, más profundo estudioso ha sido Richard Sennett. Clásica su obra de “El declive del hombre público” (1978)

Antes que en el café, o en el pub a donde acudía el flanneur a discutir sus asuntos privados, con la pretensión de hacerlos públicos, pero sin la responsabilidad política, como lo señala Habermas, fue, nos dice Sennett la calle y la representación del espectáculo teatral en donde la conducta se fue apaciguando en razón a la incertidumbre que producía saber cuál era el carisma que se debía cultivar en presencia de otros. Una disertación tan profunda como esclarecedora de esto se halla en los capítulos que van del VIII al XI del libro de Sennett.
Sin embargo, si uno mira la historia de la arquitectura europea, en particular la italiana del siglo XVI, encontrará que la boyante situación de los prestamistas y banqueros lacios les daba para darse “sus gusticos y caprichos” burgueses, representados en la arquitectura de sus palacetes. De sus fachadas hacían colgar unos agregados de preciosismo artificial, denominados “il balcone”. El balcón que en su momento fuera prohibido, porque se consideraba una exhibición o salida  impúdica de lo privado a lo público, fue adquiriendo con el paso de los siglos, una vitalidad que ponía en jaque la dicotomía público – privado.

Imagen tomada de www.elforo.com

En efecto, la presencia de personas en el balcón debió causar una inquietante curiosidad en los transeúntes callejeros, pues de aquellos no se sabía si estaban en la privacidad de su hogar o en la escena pública. Primero asomó la tímida sensualidad femenina a quien el marido permitía mostrarse  más como uno de sus haberes de lujo, que como subjetividad cognoscente, luego asomó al balcón la familia con su pompa entera para observar sin ser tocada, la fiesta popular, el carnaval y su guacherna. Época de esplendor en el que “el balken” construido con simetría  adornaba las fachadas como al rostro la nariz operada. Hoy, el balcón, en época de exhibición pública de lo íntimo no se necesita, salvo para colgar helechos, arrumar bicicletas, usarlo como tendedero de ropa o para colgar la bandera en amor patrio.

Il Balcone de E. Manet

El balcón como espacio de lo público ha perdido su materialidad de preciosura arquitectónica, ha dejado de ser un añadido útil. Se ha virtualizado. Ya no nos asomamos a él para presenciar lo que ocurre en el afuera, sino para que los demás, como voyeristas impenitentes vean lo que ocurre en nuestro adentro. Así, el balcón real se vuelve peligroso y por eso una pastora cristiana prohíbe que al púlpito, esa otra forma de balcón interno se suban los mutilados y lisiados, porque “es cuestión de estética o de consciencia divina”.  Es así como una revista  de opinión Pública titula en su portada “No más balcón” para un alcalde que como buen animal político sabe que desde allí se arenga y se entusiasma a la masa expectante.

Imagen tomada de lasillavacia.com

El balcón virtual se ha simulado en las redes como YouTube, Twitter o Instagram desde donde una mujer de tercera edad, con toda su sensualidad perdida, sin ningún asomo de sofisticación nos dice desde su pobreza y precariedad material, que ella no va a votar por el zurriaga ese, sino por juampa. Y entonces a ver si el poder de la ultraderecha la censura, la persigue o la calla o si el poder de la derecha le concede su casita, así sea sin balcón. Por ahora su sobrina y los demás que no se atrevan a subirse allí desde donde hacer pública su opinión “que coman mierda”.

Imagen tomada de publimetro.co


Referencias bibliográficas
Bourdieu, P.     (1973) “L’ opinion publique n’ existe pas. En “Les temps modernes” (318) Versión en español  en “Voces y culturas” (10 de 1996)
Burkhard, B      (2004) Un paseo a balconia. Medio en la casa, medio en la calle el balcón es un híbrido en la arquitectura. (p.8)  En revista Humboldt (140 de 2004)
Castells, M          (2009) Comunicación y poder Madrid, España: Alianza editorial
Dader, J. L.          (1992). La personalización de la política. En: Muñoz Alfonso, A. (ed.) (1992). Opinión pública y comunicación política, pp.351-367. Madrid, España: Eudema.
Habermas, J.        (1981). Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona, España: Gustavo Gili.
Maquiavelo, N.    (1999). El príncipe. Bogotá, Colombia: Panamericana.
Sennett, R.            (1978). El declive del hombre público. Barcelona, España: Península.

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