lunes, 5 de mayo de 2014

Artículos Dos cafés con Alberto Salcedo Ramos

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Dos cafés con Alberto Salcedo Ramos
“la crónica no ha sido simplemente un género que yo cultivo sino una patria que yo he tenido, la crónica me dio espacio, tierra para pisar”
Por: Juan Carlos Vallejo
Estudiante Facultad de Comunicación, Información y Lenguaje

“—Maestro, ¿usted es hijo de…? —De Andrés Salcedo, pero Juancho no hablemos de ese man: yo no me crié al lado de él, y soy lo que soy gracias a mi mamá”. La conversación comenzó ‘con todo’ con uno de los mejores cronistas de Latinoamérica.  Alberto Salcedo Ramos había regresado hacía unas horas de Buenos Aires, donde había dictado un taller más de periodismo y no había tenido tiempo para recibir su más reciente galardón, el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa. El 28 de mayo recibió un Ortega y Gasset por su crónica “La travesía de Wikdi”.

Fotografía de Alberto Salcedo Ramos, tomada por Juan Carlos Vallejo

“Soy un narrador nato” sentenciaría después, para dejar claro la simplicidad de su vocación. Su obra es inmensa: El oro y la oscuridad, crónica dedicada a la vida de Antonio Cervantes “Kid Pambelé”, es para muchos críticos la mejor crónica colombiana de los últimos 20 años; La Eterna Parranda es una magistral recopilación de sus crónicas publicadas en diferentes revistas y rotativos desde 1997 hasta 2009. 
Desde hace un mes le había ‘montado cacería’ para entrevistarlo y siempre me contestaba el teléfono con agrado, es un tipo sincero, ceñido a la realidad. Me confirmó, a finales de septiembre, que el 18 de octubre regresaba de Argentina: “Juancho, con mucho gusto te colaboro”.
Al día siguiente de su regreso a Colombia, Alberto y yo estamos sentados en una cafetería de la carrera cuarta con la sesenta y uno, Chapinero Alto. Son casi las seis de la tarde y la caída de la noche bogotana se presta para una buena charla. Alberto tiene una camisa a rayas naranja con blanco, una chaqueta verde claro y un jean azul. Tiene cincuenta años, aunque aparenta mucho menos; debe medir un metro con setenta y ocho, y como buen costeño luce acelerado y ansioso por hablar. Mientras acomodo la cámara para retomar la grabación, Alberto me pregunta dónde nací. Al responderle, me dice que Valledupar ha sido uno de los lugares que más le ha aportado a su obra y que la visita de seguido. 
En el claroscuro de las seis de la tarde, se me ocurre preguntarle por su experiencia como docente, se sonríe con ironía y me cuenta que cuando tenía treinta y dos años fue docente en la Fundación INPAHU: “empecé, te soy sincero, a dictar clase en el INPAHU para ayudarme. Conocí gente muy valiosa pero era imposible seguir, era tan mal pago que uno dejaba el carro afuera y era más lo que se le pagaba al cuidador que lo que se recibía por la hora de clase”.

Fotografía del autor con Alberto Salcedo Ramos

Generalmente Salcedo Ramos abre su discurso diciendo que igual que el Nobel, él también empezó por la mala literatura: novelas venezolanas y demás basura televisiva. Pero justo cuando empezamos a hablar de su admiración por Gabriel García Márquez, interrumpe y me dice con el ceño fruncido: “Juancho, ese man me tiene enzorrao, habla muy duro”. Se refiere a un vecino de mesa que le habla a una chica enmudecida por su elevado tono de voz. “Vámonos pa‘otro lao”. Me hice en una mesa sola del exterior de la cafetería y Alberto me alcanzó riéndose con otros dos tintos, uno en cada mano y bajando las escaleras con sigilo.
“Yo toqué una categoría todavía inferior de lo que tú dices de las telenovelas, porque cuando yo era niño no había libros en el pueblo, Arenal en el norte de Bolívar. En realidad se llama San Estanislao, pero todo el mundo le dice Arenal. Era un pueblo sin libros, sin bibliotecas, un pueblo de campesinos pescadores y ganaderos, eso era todo lo que había. En mi casa sólo había aperos para ensillar las bestias, alambre de pua, plaguicidas, pomada para curar la gusanitis de los toros. Como no había libros yo me tuve que inventar los primeros libros a través de la oralidad de la gente de mi pueblo. Yo oía hablar a la gente y al hacerlo sentía que ya estaba leyendo, porque era una oralidad magnífica, maravillosa. Entonces yo me formé ahí. Con un gran gusto por el contar, yo soy un narrador nato”.
Le pregunto por la elección de la vida de Pambelé para hacer tremenda investigación que a la postre sería una gran crónica, El oro y la oscuridad. Y es que lo más interesante de esta obra son los personajes alrededor del protagonista: sobre ellos recae la pasión por el boxeo, el sarcasmo, la envidia, la solidaridad, la inocencia. Alberto toma aire y junta sus manos como quien anuncia un consejo: “Sobre eso que dices de los personajes, te quiero decir varias cosas. Nacer en la costa es alimentarse con esa tradición oral tan fuerte que tú reflejas; formarse allá es un privilegio, pero también puede ser una condena: si uno se va a dedicar a ser un escritor profesional, no se puede quedar sólo con eso porque no es suficiente, es decir, el don te alcanza hasta cierto punto del camino, después necesitas una fundamentación. Tenemos los costeños un gran oído para la música de las palabras y para el ritmo, pero se necesita más. El gran secreto de la carpintería de la narración es el manejo del tiempo, la forma en que fluye el tiempo de una historia”. 
“A ti te pasa lo mismo que a mi, magnificas la crónica como género de culto, la crónica es un género estupendo porque le pone rostro y alma a la noticia, la crónica es un género que nos sirve para oír los latidos del corazón de los personajes. Germán Santamaría nos mostró a Omaira, la niña que murió sepultada en un alud de lodo en Armero en 1985; fuimos testigos por medio de la televisión de sus últimos momentos y hay registros sonoros de la niña, que pertenecen al archivo nacional de nuestra infamia porque no fuimos capaces de salvar a una niña que lo único que precisaba era una motobomba que succionara el agua oscura que había a su alrededor. Todos los medios utilizaron a Omaira como imagen del desastre, pero sólo Germán Santamaría con su crónica nos permitió oír los latidos de su corazón. Por eso yo comparto lo que dice Martín Caparrós: ‘la crónica es política’”. Alberto agregó que cualquier persona puede tener una buena historia para contar, “pero no hay que ver la crónica de una manera mesiánica”.
“Es un género importante como otros géneros y creo en la interacción de los Géneros Periodísticos. Se necesita un buen reportaje de denuncia, una buena columna de opinión que oriente al lector, una buena caricatura que le saque chispas a la realidad a través de la mirada filosa de un humorista que sabe golpear”. 
Luego de un sorbo de su tasa, continuó: “en la costa hay muchas historias, tú lo sabes, hay muchas miradas entrenadas por la vida en una especie de celebración. Un narrador del Caribe no necesita un cadáver para creer que la historia es digna de ser contada. Los costeños no pertenecemos a Tánatos sino a Eros, pero a veces se nos va la mano en lo bucólico, lo folclórico, en lo sabroso. A veces nos hace falta mirar hacia el mundo de Tánatos a ver qué hay. Yo he ido también un poco a la fuente porque no quiero quedarme solo en contar historia de allá. Nos encandilamos con lo lindo y abrimos los ojos y vemos un campo de cabezas cortadas con motosierra”.
Ante semejante aterrizada, creí pertinente indagarle por el “detrás de cámaras” de una de las crónicas cortas más dolorosas que le leído, El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas: en El Salado —departamento de Bolívar—, durante tres días de febrero de 2000, los paramilitares se dedicaron a arrancar orejas con cuchillos, a ahorcar a las mujeres, a matar con martillos, disparos, puñales, y a degollar a sus víctimas a ritmo de gaitas y tambores que se habían robado de la casa de la cultura del pueblo. Alberto Salcedo Ramos, nueve años después, visitó ‘El Salao’. Le pregunto si fue doloroso escribir esta crónica: “Sí, pero en otra crónica de ese libro yo digo que contar historias es obligarse a mencionar la soga en la casa del ahorcado, es parte de nuestro trabajo. Al médico forense le toca dar macabros dictámenes, en este caso yo no di la mala noticia, sólo conté cómo había sido la vida del pueblo después de las malas noticias. Y claro que me dolió, no te voy a decir que sangré escribiéndola, pero sí leyéndola tiempo después, como si la hubiese escrito otro, me dolió mucho”. 
No podía yo dejar pasar el tema del Premio Ortega y Gasset y Alberto no me deja terminar: “Y el lunes se supone que me entregan el de la SIP, pero no puedo ir a recibirlo porque me voy pa’la Guajira por la misma crónica —La travesía de Wikdi—”. Le recordé una foto en los premios al lado de Yoani Sánchez: “Fue algo muy emotivo, yo creo que voy a ser un viejo llorón con el tiempo, yo he hecho un trabajo con las uñas, con mucha entrega a lo largo de los años, con mucha pasión. Durante muchos años a mi no me paraban bolas, a mi nada más me oía mi mamá y un par de amigos no más. Yo me familiaricé con el sonido de las puertas que se cierran, la crónica no ha sido simplemente un género que yo cultivo sino una patria que yo he tenido, la crónica me dio espacio, tierra para pisar”.

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