lunes, 20 de mayo de 2013

El Oeste de Tarantino


El Oeste de Tarantino

Por: Gilberto Bello

Imagen tomada de www.traslacoladelarata.com

Quentin Tarantino es un director estadounidense de cine divertido, sorprendente y conmovedor. Hijo legítimo de las imágenes que nutrieron sus sueños en infinitas tardes de sesión continua. Con el paso del tiempo llegó a ser un experto, políglota del arte del siglo XX y con deseos ocultos de ver sus historias en la pantalla de plata. Impuso una revolución sin proponérselo; robó el cine de la angustiosa solemnidad de los acartonados directores cuya mayor virtud era la de repetir esquemas hasta volver al cine una hostigante cárcel de mediocridad que los medios masivos de comunicación se encargaron de publicitar e introducir en la cotidiana manía de la información financiada.

Tarantino hizo estallar el modelo y convirtió sus películas en un volcán creativo que bota lava candente en la que se sacian, quienes, apasionadamente, lo siguen con fervorosa devoción. No es un héroe. Es un director de cine con fuerza y creatividad necesarias para correr las fronteras de la estética de la modernidad.

Creó verdaderos arquetipos del mundo clandestino negado por la razón del cine edificante y cuidadoso. Los sicarios, asesinos sin piedad; sables que vuelan; cabezas cortadas; sangre a chorros –la envidiaría un banco de sangre-; vampiros lujuriosos y mujeres medio muertas en busca de los culpables de su desgracia. Lo suyo es el mundo subterráneo habitado por las pasiones más bajas y más altas de estas sociedades enfermas de inseguridad, miedo y frustración.

Orgulloso de formar parte en el clan del cine independiente, trabaja con bajos presupuestos y con una eficacia propia de los acelerados creadores que se tragan a sí mismos, solo por el prurito de no abandonar sus ideas más acariciadas. Se mueve por los géneros para romperlos y darles respiración boca a boca; se burla de la expresión lineal y no se cansa de darles golpes contundentes a las películas en las que la vida pasa tan breve como un suspiro gratuito.

Cuando vio las películas del gordo y maravilloso Sergio Leone quedó extasiado. Aquel italiano atrevido se metió a esculcar en los pantalones del western para transformar los escenarios, las imágenes y las historias. Descubrió su alma gemela y soñó con una película…"Cuéntame ahora una de vaqueros”.

Imagen tomada de http://blogs.indiewire.com

El western spaghetti, puesto en escenarios panorámicos, hombres rudos, pistoleros de velocidad superior y ambiciosos cazadores de recompensas sin escrúpulos y sin amigos lo cautivó. Esperó una década para pensar su Oeste y dedicó la vida a dirigir Perros de reserva, Pulp Fiction y Kill Bill I y II, entre otros títulos. La crítica quedó con la boca abierta y muchas preguntas y los trofeos en los festivales de cine no se hicieron esperar. Con Bastardos sin gloria, mostró el lado realista de la guerra; personajes siniestros, de odio animal y asesinos fascinados por sus trofeos: una cabeza de ojos bien abiertos completamente separada del cuerpo, una bala alojada en un lugar que permite una muerte lenta y explosiones en espacios donde habita lo que más se ama.

Por fin la de vaqueros. Sale de su mano de mago exquisito y sugerente Django y contempla desde la orilla de los marginados y los cazadores de recompensas, un alegato de fondo y hace el quite a la historia mil veces contada siempre del lado de establecimiento.

Lo que muestra no es un oeste común y silvestre. Tiene sal y pimienta. Refuerza dos de sus elementos más sobresalientes: la venganza y el amor los cuales, generalmente, nacen del dolor, la explotación, la marginalidad y el abandono. Como buen artista se enamora de sus caracteres y los busca, los consiente y, a la vez, los lleva al límite. De esta forma su cine es también de personajes rotundos, definidos y con suficiente fuerza para llegar a realizar las matanzas más inesperadas.

Otra característica importante es el miedo que tiende a repetirse. Por ello cada película es meditada al detalle: diálogos hermosos e hirientes, la fotografía como mediación de la continuidad y nada de trucos desaliñados, nada de eso: seriedad y profundidad es lo propio de este joven de 49 años.

Django cuida cada paso y deja huella en los personajes. Obliga al espectador a tomar partido a través de la burla, la sátira y la crítica ácida. Tarantino no tiene la menor afectividad por ese mundo normado que ejecuta la vida desde el autoritarismo. Sus historias se ponen del lado de un antihéroe imbatible y nada convencional.
Esta vez escribe más allá del western spaguetti y entrega una cena completa: cabeza del explotador; salas de haciendas regadas de cadáveres; muertos en los 33 escalones y una risa sardónica que parece salir de cada rictus y de cada gota de sangre pegada a las paredes, o en el ojo del mejor cuadro, que decora las estancias palaciegas –pura imitación- de los que se creen dueños de la tierra. Quizá ellos no saben que Tarantino es íntimo de los condenados que no callan: actúan, matan y se sacian con el muerto.

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